Ir al contenido principal

Vínculos

Han pasado 7 años desde que no estás y te he extrañado cada uno de esos más de 2,555 días.

Todavía tengo fresco el recuerdo de aquel momento en el que nuestras vidas se volvieron a cruzar después de tanto tiempo de no saber de ti. Separarnos fue algo necesario e imprescindible. Creo que fue la mejor decisión que mamá tuvo en su vida. Sin embargo, te extrañaba porque de cualquier forma tú eras mi padre. 

   Por azares del destino yo me encontraba cerca de donde vivías. Mamá y yo llegamos ahí por la famosa feria que se realizaba en el pueblo. Ella y yo tuvimos un acuerdo en ese preciso instante. Pensamos que era el momento preciso para intentar acercarme a ti; aunque tú no hubieras hecho mucho por buscarme en más de diez años, ese día fue el mejor para poder tomar yo la iniciativa. Mamá entendía la necesidad que tenía por saber de ti, por conocerte de nuevo, por conectarme contigo una vez más. Nunca me faltó nada a su lado, pero tu ausencia era algo que me pesó siempre, no me dejaba sentirme completo y ella se daba cuenta de eso. 

   Aún no llegábamos a tu casa cuando ya había empezado a sudar, yo culpaba al sol por cada una de esas gotas, sin embargo los nervios eran los verdaderos responsables de toda esa transpiración. Nos paramos en la esquina de tu casa, evidentemente ese era el punto hasta donde mamá podía acompañarme. Ahí me miró, en sus ojos café encontré un gesto de calma, que por un segundo me tranquilizó, también me abrazó y me apretó fuerte para después despedirse con un tierno beso en la mejilla:

-Hasta acá te acompaño, lo demás es cosa tuya. ¡No dudes, te irá bien!-. Me dijo mamá con su dulce voz.

   No quería que me dejara solo, aunque entendía que no podía acompañarme a partir de este momento. Era una situación que debía enfrentar por mi cuenta, porque este reencuentro prácticamente fue idea mía y lo deseaba desde hace muchos años. 

   Mi lucha interna con el pánico y la incertidumbre seguía por todo mi cuerpo, las manos las sentía frías, las piernas me temblaban; quería disimular todos estos síntomas, pero cualquier gesto que realizaba solo acentuaba mi nerviosismo.

   Poco a poco me fui alejando de mi madre para acercarme a tu casa; fueron menos de cinco minutos los que caminé, sin embargo ese recorrido lo sentí como si estuviera atravesando uno de los trayectos más largos de mi existencia. Con cada paso, se me venían a la mente los pocos recuerdos que tenía a tu lado, algunas risas y una que otra caricia. 

   Hubo un flash de aquellas veces cuando después de un día de trabajo regresabas a la casa y yo, un chico de cuatro o cinco años, corría a saludarte en cuanto escuchaba tu voz. Me cargabas, yo te abrazaba con todas mis fuerzas, te daba un beso y después de eso frotabas tu rostro junto al mío, porque sabías que tu barba me causaba cosquillas. Cuando me hacías esa caricia podía sentirme el niño más afortunado del mundo.

   Después de unos pasos llegué a tu casa, me paré a unos centímetros de la entrada; dudé en tocar, porque todavía titubeaba acerca de que todo esto fuera una buena idea. Pensé que quizá tú ya no querías saber nada de mí, por eso ya no me habías buscado más; existía la posibilidad de que no te encontrara ahí, que hubieras decidido salir a otra parte.

   Con todas esas interrogantes en mi cabeza, tomé aire profundamente para calmarme, cerré los ojos  y me atreví. Toqué tu puerta. Esperé unos segundos, pero nadie atendió. Quiero pensar que inconscientemente no lo hice con la suficiente fuerza porque necesitaba sacar la tensión y el nervio de ese momento. Así que, nuevamente, tomé aire, cerré los ojos y toqué. Esa vez lo hice con más convicción, el golpe en aquel zaguán negro se escuchó mucho más fuerte:

-¡Ya voy! ¿Quién es?- se escuchó una voz de una mujer a lo lejos.
   
   No supe qué decir, estaba paralizado. Tenía un nudo en la garganta que me impedía preguntar por ti.

    En ese instante caí en cuenta de que me equivoqué al pensar que podía controlarme, no sabía cómo dominar todas las emociones que se me juntaban en el pecho y en el estómago. Pero ya había llegado muy lejos como para acobardarme, así que me quedé parado en el umbral de tu puerta, sin decir nada; esperando a que aquella voz que me contestó a lo lejos atendiera y abriera la puerta.

   Lentamente se escuchó cómo daban vuelta las cerraduras de ese zaguán. Mi corazón no se contenía, mi respiración se agitó y el sudor caía con mayor frecuencia de mi frente. Por fin, después de mucho trabajo se abrió la puerta, poco a poco desde la sombra se fue revelando el cuerpo de una mujer mayor de cabello corto, chino, en el que abundaban las canas. Era mi abuelita. La reconocí en el mismo momento en que la vi, sin embargo a ella le costó más trabajo ubicarme; se me quedó viendo, como preguntándose si me conocía:

-¡Hola! ¿Sabe quien soy?- La voz me tembló cuando le pregunté.

   Ella esbozó un sonrisa y afirmó con la cabeza:

- ¡Eres Ángel, mi nieto!- Contestó con alegría y se le formó un nudo en la garganta. 

   De inmediato sus ojos se llenaron de lágrimas y sin mediar alguna palabra me abrazó, me apretó junto a ella con todas sus fuerzas. No sé cuánto duró ese estrujón, sin embargo, en cada segundo sentí lo mucho que me extrañaba y lo profundo que le había “pegado” no haberme visto por tantos años. Sus manos, que a pesar de tener tantas arrugas eran suaves, recorrían mi cara. Me daba la impresión que trataba de grabarse mi rostro luego de mi ausencia. No esperaba una reacción así, tan cariñosa y entrañable:

-¿Quieres pasar? Ahí está tu papá, estoy segura que él estará gustoso de verte de nuevo.- Me dijo secándose todavía las lágrimas con su delantal.

-Sí abue, ¡por favor!- 

 Todavía estaba paralizado por los nervios, así que mi abuelita tuvo que poner su mano en mi espalda e impulsarme para que yo pudiera entrar a tu casa. Sentía cada latido de mi corazón golpeando fuerte en mi pecho, parecía que el alma se me iba a salir de tanta emoción. Ya no había marcha atrás, era hora de volver a ver a mi padre.

   Nada más puse un pie en tu casa y cada rincón que alcanzaba a ver me resultaba familiar; el patio grande, ese donde jugábamos todas las tardes, las escaleras que daban al segundo piso y la entrada a la cocina aún conservaba esa puerta de metal amarilla a la que le faltaba la perilla. Me dio la impresión de que nada había cambiado, cada detalle de tu casa estaba idéntico a como lo recordaba, parecía que el tiempo no hubiera pasado por ahí.

   Mi abuelita me acompañó hasta donde estabas. Siempre con su mano en mi espalda, como apoyándome y dándome fuerza. Ese gesto me ayudó, me hizo sentir que podía controlar todo lo que sentía. No tuvo que decirme algo, su sola compañía me daba respaldado y protección.

   Llegamos al patio de atrás, todo estaba preparado para una gran fiesta, había tablones, sillas para unos treinta o cuarenta invitados y tú te veías apresurado por acomodar todo, para que estuviera presentable. Ahí estabas tú, tan lejos y tan cerca. No te había visto en mucho tiempo pero en ese instante que te vi fue como un golpe a mi corazón, era la misma emoción que sentía cuando volvías del trabajo cada tarde, cuando estaba contigo.

   Nos fuimos acercando poco a poco. No sé cómo logré llegar hasta ahí, porque todo me daba vueltas, no solo eran los nervios, todas las emociones se me juntaron y me llevaban a un vértigo incontrolable. En cuanto estuvimos lo suficientemente cerca para que sintieras nuestra presencia, volteaste. Tú ponías algunos platos en las mesas para los invitados a esa fiesta, en el momento que me viste te quedaste helado, de inmediato supiste que era yo; tus ojos negros se abrieron tanto que pude ver como se llenaban de lágrimas por estar frente a ti. Cuando pudiste reaccionar dejaste lo que estabas haciendo, pusiste los platos en la mesa, te limpiaste las manos rápidamente con una servilleta y te dirigiste hacia mí a toda prisa:

¡General! - Me llamaste lleno de alegría

   Ya no recordaba que me decías así. Escucharlo nuevamente me llenó el corazón de alegría, fue como una caricia a mi alma. Después de eso me sonreíste y sin más, me diste un beso y me abrazaste. Entre sollozos, te devolví esas muestras de cariño que tanta falta me hicieron en todo el tiempo que no te vi. Fue un abrazo fuerte, también muy sentido y lleno de muchas emociones, cargado de esperanza en que volveríamos a ser padre e hijo después de todo.

   De inmediato noté que ya era un poco más alto que tú, el paso del tiempo se notaba en tu rostro, tu mirada era cansada; ya no te veía tan fuerte como antes. Me quedé impresionado al darme cuenta del parecido físico que teníamos. Para mí, éramos casi iguales, solamente nos distinguían los rasgos propios de la edad. 

¡Me da gusto que hayas vuelto, hijo! No sabes lo mucho que te extrañaba. ¿Quieres pasar a platicar un rato?

   Me invitaste a la sala, te sentaste enfrente de mi y me empezaste a preguntar ¿cómo estaba?, ¿qué hacía ese día por tu casa? y todas esas interrogantes que se realizan las personas que se están poniendo al día. Te fui respondiendo cada una de ellas, aunque también tenía mis dudas y cuestionamientos, aunque en ese momento no sabía cómo tomar el control de la conversación. Estaba abrumado, verte de nuevo me llenaba de alegría y la emoción no me dejaba pensar bien.

   Poder verme sentado a tu lado era un gusto, había añorado tanto ese momento. Lo imaginé desde que ya no supe de ti, después de que mamá y tú se divorciaron. No sabía lo mucho que te extrañaba, siempre tuve una idea vaga al respecto, no obstante, uno nunca sabe sus sentimientos hasta confrontarlos con la persona que los genera. 

   Aunque notaba el esfuerzo que hacías por ocultar tus emociones, también te sentía conmovido y sorprendido. Sudabas tanto o más que yo antes de entrar a tu casa, te temblaban las manos y tu voz se fue quebrando; poco a poco, pasó de un tono alegre a triste en unos cuantos minutos.

  Después de un rato de intercambiar palabras muy formales y frases hechas me tomaste de la mano, me apretaste con las tuyas y mirándome a los ojos me dijiste:

¡Perdóname, hijo! Te ofrezco una disculpa por no tener el valor de acercarme a ti, las circunstancias me rebasaron, pero no hubo un solo día en que no pensara en ti. Trata de entenderme, después de tanto tiempo no tenía el valor de acercarme, el miedo a que me rechazaras me invadió, por eso no te busqué más.

   Me quedé impactado. No pude decir más, tampoco había necesidad de hacerlo; lleno de lágrimas te abracé y dejé salir todo el llanto que había intentado contener; tú me devolviste ese abrazo y me dijiste que estarías ahí para mi. 

   No quería que terminara ese momento, me hubiera quedado contigo por el resto de la tarde, pero debía despedirme, tenía que regresar con mi mamá que me estaba esperando. Así que, con todo el pesar de mi alma, me despedí de ti todavía con la emoción de tus palabras.

-¿Si no tienes nada que hacer el próximo domingo te espero aquí para comer, hijo?- Me dijiste con una gran sonrisa
-¡Sí!- lo dije tan fuerte que sentí qué se escuchó por toda la casa.

   A partir de ese instante, pensé que mi vida cambiaría, creía que ya no me sentiría incompleto, podía jurar que regresar a verte me daría esa sensación de ser un alguien pleno y que tú y yo seríamos tan unidos como cuando tenía 6 años.

   Sin embargo, retomar nuestra relación no resultó nada sencillo. Las primeras semanas fueron las más complicadas, porque aunque había voluntad de estar juntos, los silencios nos ganaban; se notaban las ganas de estar ahí, de encontrarnos y de conocernos, pero no había conexión alguna. 

   Cada domingo que llegaba a tu casa me pasabas de inmediato a la cocina. Me preguntabas cómo había pasado la semana mientras me preparabas de comer y me ofrecías un poco de agua. Se notaba el empeño que ponías por conversar, pero lo único que nos acompañaba era el sonido de los sartenes chocando con las cucharas de metal. No podíamos mantener una plática de más de tres palabras.

-¿Mucho calor hoy, no?- Me preguntabas para intentar romper el sonido de los guisados al fuego.

   No sabía qué decir aparte de la respuesta llana, no llegaban las palabras y la ideas para que la conversación fluyera, por el contrario me refugiaba en el vaso de agua que me habías ofrecido; le daba un sorbo y después de contestarte me quedaba pensativo, viendo al vaso, como si a través de él pudiera encontrar algún tema para poder dialogar contigo.

   Antes de verte de nuevo tenía la ilusión de que cuando estuviéramos juntos otra vez, nuestras conversaciones serían extensas, que se iban a dar con mucha naturalidad y se desenvolverían en un ambiente más sencillo. Anhelaba que desde el principio pudiéramos hablar mucho y de todo, como antes. Pensaba que tú y yo nos sentaríamos en el patio para recordar todos esos momentos que pasamos juntos en esa casa. Nunca tomé en cuenta  la distancia y el tiempo que se nos atravesó. No pensé en la lejanía de una década, no tuve en cuenta que todo ese tiempo nos hizo dos personas distintas, con personalidades que, hasta ese momento, no eran compatibles.

   Tú eras muy chapado a la antigua. Conservador, dirían por ahí, no te gustaba que trajera el cabello largo, que usara ropa un poco más grande que mi talla real, que tuviera unos tenis viejos y no me los cambiara. Yo amaba todo eso porque me identificaba con ese estilo, me daba un sentido de pertenencia, que no tenía porque tú me habías hecho falta cuando estaba creciendo.

   Esos días solo nuestro parecido físico indicaba que éramos padre e hijo. Los dos somos de ojos color café, el cabello negro y crespo. La nariz un poco chata que, a los dos, se nos ponía roja cuando nos apenábamos; la forma en la que cruzamos los brazos o cómo frunciamos la frente cuando estábamos serios, probaban que, a pesar de no haber crecido juntos, nos conectaban el uno al otro.

    Nos faltaba esa confianza y complicidad que tienen padre e hijo, esa conexión que se hace más fuerte con el tiempo a nosotros se nos había perdido con nuestra ausencia, por más que nos esforzamos en volver a cimentar esa relación, parecía destinada al fracaso.

   Así pasaron varios domingos, diversas tardes en las que no encontrábamos el tema que nos hiciera quitarnos las amarras de la incomodidad que solo alimentaban las dudas. Los esfuerzos era agotadores y parecía que al final no íbamos a lograr ese nexo que para mí, por lo menos, era fundamental en mi vida. Sin embargo, cuando todo parecía más oscuro y complicado, hubo un momento en el que todo cambió. 

  Ya tenía como costumbre ir a tu casa cada domingo, siempre a la hora de la comida. Pero esa tarde iba retrasado, hasta ese momento no sabías que mi hábito más arraigado era ir al estadio cada que jugaba mi equipo favorito. Yo era un aficionado entusiasta a la escuadra de la ciudad, me volvía loco cada vez que veía esos colores, nunca supe bien, ni en qué momento yo elegí esa pasión, pero la llevaba como una de las cosas más entrañables de mi vida.

  Aquel día tú ya me esperabas en aquel zaguán negro, parecías preocupado porque no había llegado a la hora de costumbre. Volteabas para todos lados para observar cuando estuviera cerca. Yo caminaba por la calle y alcancé a ver que estabas ahí, apreté el paso para no demorarme más y poder comer contigo. Pensé que te encontraría enojado por no avisarte que iba a llegar a esa hora, y creo que sí, estabas un poco molesto porque tenías una mueca de incomodidad que no había visto antes. Sin embargo, cuando estuve frente a ti ese semblante se cambió por una sonrisa muy profunda:

-¿Qué pasa, Pa? 
-Nada. Solo me gustó tu playera de fútbol. Pasa, te estaba esperando, vamos a comer.

  Nuevamente, lo que predominaba en la cocina era el sonido de los guisos que me preparabas y el choque de los sartenes. Yo tomaba más agua que de costumbre porque venía del partido y por esos días solo llevaba lo del pasaje para el regreso a casa. No tomaba nada en el estadio. Tú sonreías más que otras ocasiones, te notaba menos tenso y con mucha más familiaridad hacia mí.

-Casi te acabas el agua, hijo. Hoy venías con sed. 
-Sí un poco, pa.-
-Ahora que terminaste quiero mostrarte algo, pero lo tengo en el cuarto. Espérame, dame un par de minutos y vuelvo- Dijiste emocionado y saliste apurado de la cocina.

   Después de un par de minutos se escuchó cómo tus pasos se acercaban nuevamente a donde me encontraba.

-¡Puedes cerrar los ojos, Ángel por favor!- 

   Te acercaste y sentí que ponías un par de cosas en la mesa. No sabía qué esperar, era una sorpresa total lo que sea que fuiste a buscar a tu pieza, pero el simple hecho de tener un presente de tu parte era suficiente emoción para mi. Te sentí a lado mío, me pusiste la mano en el hombro y con voz alegre me diste permiso de abrir mis ojos. Cuando pude ver, en la mesa había una fotografía y una camiseta pequeña de color azul, era del equipo al que le iba. 

-¡Mira, adivina quién es el de la foto!-
-¡Somos nosotros!- Te contesté de inmediato, muy emocionado.

 La imagen estaba un poco amarillenta por el paso del tiempo, pero se podía ver con claridad que  estábamos tú y yo en el estadio, los dos apoyando al conjunto de mis amores. Quizá tenía cuatro o cinco años, los dos estábamos en la tribuna, con el clásico sol de medio día, tú llevabas lentes oscuros y bigote que te hacía ver muy gracioso. Yo estaba vestido como un jugador más, calcetas azules, short del mismo color y la camiseta que llevaba era la misma que habías puesto en la mesa. Ambos nos veíamos felices, estábamos abrazados como un par de amigos festejando el gol de la victoria en el minuto 90.

 No podía creer que existiera ese retrato, por tantas mudanzas que hice junto a mamá yo tenía muy pocas fotografías de mi niñez. No tenía ninguna en el estadio y mucho menos una contigo. Por eso había cosas de las cuales no recordaba, porque la memoria de tan corta edad se va perdiendo con el tiempo.

-Toma el jersey. ¡Dale la vuelta!- mencionaste con mucha emoción

Sujeté la camiseta con las dos manos, le di la vuelta y decía "Ángel", con el número 10 en la espalda. De inmediato los ojos se me llenaron de lágrimas; estaba muy emocionado de poder ver y, sobre todo, de saber de dónde venía mi afición por el equipo. Tenía idea que desde pequeño apoyaba y moría por el Club, pero no recordaba quien me había enseñado el amor a esos colores.

-Solo tengo estos dos recuerdos de tu infancia, pero los guardé con recelo, porque sabía que algún día iba a tener la oportunidad de entregártelos personalmente.- Me dijiste al oído, mientras me abrazabas.

  No podía creer que algo así nos uniera desde hace tiempo, me emocionaba mucho el saber que mi papá era esa persona que puso en mí la semilla de algo a lo que le tenía una pasión infinita. Era como si estuviera atando los cabos de nuestro cariño. Con las dos cosas en la mano, te abracé con todas mis fuerzas y te agradecí por haberme dado algo tan importante. 

   Justo después de eso, empecé a preguntarte cómo te hiciste aficionado. Me dijiste que tu papá te inculcó el amor por esos colores. También me contaste que de joven ibas frecuentemente al estadio y que en varias ocasiones habías viajado a los demás Estados a verlos jugar. Me empezaste a relatar un sin fin de anécdotas que tenían que ver con el equipo. La vez que fuimos campeones después de más de veinte años. También me dijiste cómo planeaste llevarme esa primera vez al estadio y cómo te escabulliste de una fiesta familiar para poder ir con tu hijo de cuatro años al partido. 

 Estaba maravillado, por primera vez podía tener una conversación contigo fluida donde los silencios eran pocos, los intercambios de historias, de risas, de anecdotas no tenía fin. Ya no estaba preocupado por encontrar algo para conversar, el tiempo ya no se sentía pesado, al contrario pasaba ligero y de prisa. La noche nos sorprendió platicando, no nos dimos cuenta en qué momento pasaron tantas horas. 

    Ese día fue un punto de inflexión para nosotros, a partir de ahí nuestra relación creció. Yo seguía pasando por tu casa cada domingo en la tarde, muchas veces después de ir al campo a ver a nuestro equipo. Tú me preparabas la comida y no pasaba mucho tiempo para que me preguntaras sobre el partido. Me decías cómo lo habías visto y qué te había parecido. Esas comidas y esas charlas sobre los partidos, sobre fútbol, nos unieron como padre e hijo, nos permitieron conocernos y vincularnos profundamente. 

   Nunca más existieron silencios incómodos, ya los trastes en la cocina no eran nuestra música de fondo; ahora nuestro pretexto para hablar era el fútbol.  Pero como el balompié está ligado a la vida, siempre terminamos charlando de nuestra existencia, de nuestros deseos y de nuestras esperanzas. Esas conversaciones nos unieron como padre e hijo, nos sirvieron para acercarnos y regresarnos el cariño y la unión que habíamos perdido.

   Han pasado más de 15 años de esos momentos. La unión que consolidamos y fortalecimos nos permitió no solo vernos los domingos y  no únicamente para hablar de fútbol. Sino que nos permitió vernos los días que sentíamos necesarios porque, ahora sí, hablabámos todo y de todo. 

   Hoy  tengo prisa de llegar a tu casa, no he recibido buenas noticias. Después de estar batallando con una enfermedad por algunos meses me avisaron que no estás bien, que tu padecimiento se está complicando y que, a pesar de que luchas con todas tus fuerzas por estar aquí, parece que no lo lograrás.

   Voy lo más rápido que puedo en mi carro, el tránsito de la ciudad me lo está complicando todo. Estoy rezando por alcanzar a contarte todo esto, que vengo repitiendo desde que terminé de hablar con tu hermana. Pienso contarte esta historia y darte fuerzas para que aún pudieras conservar la vida. Ruego por tener tiempo y decirte que después de tanto tiempo no quiero que te vayas otra vez de mi, que a pesar de todo, siempre te quise. Que agradezco haberme reencontrado contigo gracias al futbol y a nuestro equipo, que nos unió a nosotros, a dos personas totalmente distintas y las vinculó desde lo más profundo de su corazón. 


Comentarios

  1. Estoy fascinada e impactada por la manera en que escribiste esta historia, realmente me transportaste a vivir y sentir a los personajes; muchas felicidades y gracias por compartir tu talento conmigo.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

El futbol Es Un Pretexto

La parcialidad local enardeció, el estadio entero era un hervidero, rugía; la gente se quejaba amargamente y lanzaba infinidad de vituperios con dedicatoria a la madre el colegiado. No podían creer que el nazareno se haya atrevido a sancionar esa entrada como una pena máxima y mucho menos en tiempo de compensación. Los aficionados más radicales amenazaron con entrar al campo de juego y saldar por su cuenta esa afrenta. Este partido definía al campeón, ambos equipos estábamos igualados en puntos, pero el empate les aseguraba a los dueños de casa la copa y el festejo del monarca. Se jugaba el minuto 93 y el marcador se encontraba igualado a dos tantos. Si hacíamos efectivo el tiro penal, la gloria de la vuelta olímpica sería para nosotros. En ese tiempo, ser campeón de un torneo tan complicado podía considerarse como una hazaña, sobre todo para un equipo como el nuestro, éramos cuadro que no tenía como prioridad luchar por el título, nuestro objetivo fue siempre salvar la categoría,

Diego Armando Maradona

Solo fueron once segundos. ¿Qué es lo que puede pasar en el mundo en tan solo once segundos? Muy pocas cosas quizá, pero el 22 de junio de 1986 pasó algo, algo indescriptible. Ese día supe lo que para el futbol significaba el nombre de Diego Armando Maradona. Hasta ese día poco reconocía acerca del balompié. Yo era un niño al que le gustaba el deporte, pero no conocía más allá de mis héroes locales. La fiebre mundialista me había orillado a ver cada uno de los encuentros de la decimotercera Copa Mundial de Futbol, la segunda que se disputaba en suelo Mexicano.  Recuerdo que vi aquel partido en una televisión en casa de mis abuelos. Tenía pocas ganas de ver el encuentro ese domingo, porque un día antes los alemanes habían derrotado a la selección mexicana y mis emociones todavía no se recuperaban de esa tragedia. Yo pensaba que tardaría mucho tiempo en volver a disfrutar de un partido de futbol. Sin embargo, en esos noventa minutos, iba a descubrir que el futbol tiene esa magia que siem

El Chico Nuevo

Paco vivía en un pueblo pequeño, cerca de la capital, ahí sus días transcurrían sin mayor novedad. Iba a la escuela en la mañana, ayudaba en su casa por las tardes para después pasar tiempo jugando con sus amigos. Era hijo de un profesor así que casi todos los habitantes conocían y convivían con la familia de Paco. Como cualquier niño de su edad estaba lleno de energía, siempre traía pateando un balón, le gustaba el fútbol. Esa afinidad la heredó de su padre, porque fue él quien le enseñó a jugar, veían juntos los partidos por televisión y siempre lo acompañó al campo donde se emocionaba al observar a su papá pegarle a la pelota como pocos. Cuando estaba en su casa, siempre podías encontrar a Paco en el patio, ahí pasaba horas haciendo tiros y gambetas contra el portón. Todas las veces que el esférico pegaba contra esa puerta de metal hacía un sonido estruendoso, él imaginaba que ese estallido eran los gritos de gol de un estadio lleno.  Narraba sus propias jugadas, iba encontra