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Ángel

Ángel no sabía qué estaba pasando. La noticia fue un gélido impacto que lo dejó inmóvil; un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Nunca había experimentando una pena tan grande. Hasta ese instante, no tenía idea de que el corazón de una persona podía doler. Las lágrimas brotaron y con el desconsuelo a flor de piel miró a sus padres.

Ellos no pudieron calmarlo, no encontraban las palabras para reconfortarlo. Esta vez no podían protegerlo del dolor como siempre lo hacían porque ahora la causa del sufrimiento eran ellos. Enterarse de que su familia ya no iba a estar junta, de que mamá y papá iban a separarse fue para Ángel el fin del mundo.

Entender un suceso de esa magnitud a los ocho años no fue nada sencillo para él. Su vida cambió completamente; su pequeño mundo, ese donde se sentía seguro, confiado, querido, protegido y mimado se volvió un tobogán frío en el que caía. Millones de cosas le pasaron por la cabeza; sentía mucha culpa por no poder ayudar a que su familia estuviera junta, le daba miedo alejarse de los suyos, le alarmaba su seguridad y el hecho de perder todo a lo que estaba acostumbrado.

Después de que sus padres hablaron con él, sin saber qué hacer, corrió y se refugió en el lugar donde más protegido se sentía, su cuarto. Era una pieza llena de juguetes y cosas que había coleccionando a lo largo del tiempo; ahí buscó respuestas para entender lo que pasaba. 

Su mamá lo dejó desahogarse, le permitió sacar toda esa tristeza en su recámara. Después de un tiempo subió a la habitación para tratar de consolarlo. Madre e hijo eran muy allegados; cada vez que ella tenía que tratar un tema serio con él, le llevaba un poco de helado para endulzar el momento; esta ocasión no fue la excepción. Su madre abrió la puerta de la habitación; él se encontraba en un rincón donde solía jugar y hablar con ella. Se acercó, secó sus lágrimas y le ofreció un vaso con helado de chocolate, su favorito; después acarició su cabello. Nunca le gustó que Ángel tuviera una melena tan larga, pero siempre había respetado su decisión.

Sin decir una palabra lo abrazó. Ángel sintió cómo su mamá lo estrechaba junto a ella. Interpretó ese gesto como una disculpa; cerró los ojos, y con sus pequeñas manos devolvió el cariño con todas sus fuerzas.

El pequeño disfrutaba de las caricias de esas manos suaves, siempre impecables, bien cuidadas, muy parecidas a las de las modelos de televisión. A él le gustaba cuando su mamá lo mimaba porque ese contacto lo transportaba a un lugar de mucha paz y tranquilidad. Poco a poco fue recuperando la calma, el llanto desapareció y el dolor que sintió en un principio empezaba a disminuir.

A pesar de que su madre lo tranquilizó, Ángel seguía triste. Su rostro cambió mucho esos días; la sonrisa que lo caracterizaba se transformó en una mueca seria, llena de pena y melancolía. Aunque solitario, siempre había sido un niño muy alegre que jugaba en el patio de su casa; ahí tenía un sinfín de juguetes y pasaba horas divirtiéndose con ellos; pero lo que más le alegraba era cuando sus papás se unían a él para entretenerse todos juntos. Esas tardes en compañía de sus padres eran sus favoritas.

Por ser hijo único fue muy consentido, gozaba de la atención todos en su casa. Sus tías y sus abuelos, que vivían muy cerca de ahí, lo visitaban a menudo, le regalaban muchas cosas y siempre recibía el cariño de la familia que estaba cerca de él en el día a día. Nunca se había sentido solo porque en todo momento estaba acompañado ya sea por su familia cercana o por algunos amigos de la escuela. 

Sin embargo, todo eso iba a cambiar. Ángel no podía sonreír. Sabía que esa parte de su vida estaba por terminar y que nada sería igual después de ese momento. Empezó a distanciarse de todos, se volvió un niño más callado, solitario, huraño; se llenó de inseguridad y su mirada transmitía dolor y pesar. No se necesitaba conocerlo para saber que pasaba por uno de los momentos más duros de su prematura vida. Así, de la noche a la mañana Ángel había perdido lo más preciado que tenía: su felicidad y su tranquilidad.

Aún no digería la noticia del divorcio cuando Ángel tuvo que enfrentarse a un gran desafío. Una mañana, muy temprano, se levantó para acompañar a sus papás a una oficina; ahí ellos firmarían el divorcio y él a sus ocho años tenía que decidir si seguiría viviendo con su papá o acompañaría a su madre a otra parte del país.

Ese día entró a un despacho muy pequeño donde tres hombres altos, mayores, con trajes elegantes lo esperaban. Un penetrante aroma a café llegó hasta su nariz, ahí se mezcló con el fuerte olor de los miles de papeles que estaban atiborrados. Uno de los tres señores le leyó algunos documentos, mencionó muchas palabras que él no comprendía y que jamás había escuchado. Ángel se encontraba muerto de miedo, las manos le sudaban y sus ojos se llenaban de lágrimas; intentó en más de una ocasión ahogar el llanto, pero no pudo. Esa fue la primera vez que Ángel se sintió solo y desprotegido; volteaba a todos lados de la oficina, pero no encontraba a ninguno de sus papás, estaba por su cuenta y eso le dio mucho pánico.

El hombre terminó la lectura de sus escritos. Ángel no había puesto mucha atención, pero la voz dura del hombre lo había intimidado:

—Muy bien, niño. ¿Con cuál de tus padres deseas seguir viviendo? —preguntó con un tono fuerte y seco.

El silencio se adueñó de la sala. Ángel no respondía. Él no quería separarse de su familia, no quería vivir lejos de ninguno; amaba a sus padres por igual.

El señor de traje se dirigió al pequeño una vez más:

—¡Tienes que responder, Ángel! ¡¿Con quién te quedas?! —levantó la voz 

—Ma-má —alcanzó a decir, con un nudo en la garganta.

Aquel hombre salió del pequeño cuarto y se dirigió a donde se encontraban los padres; les hizo saber su decisión y luego se fue con ellos. Ángel se quedó ahí solo, sin saber qué hacer. Aún estaba temblando de miedo, no sabía qué decir, no tenía idea de qué era lo que seguía. Pasaron varios minutos hasta que volvió a ver a sus padres. Cuando salió de ese despacho, entre lágrimas fue directo con su papá para abrazarlo y disculparse con él. Su padre, un hombre que se caracterizaba por ser un poco duro, también se rindió ante el llanto.

Ambos se dedicaron palabras de despedida. Ángel pasó sus pequeñas manos por las mejillas redondas de su papá para secarle las lágrimas y para sentir su barba. A él siempre le gustaron las cosquillas que sentía cuando acariciaba la barba de su papá.  Después de un rato, ambos se vieron a los ojos; todo mundo decía que en eso se parecían mucho. Así se quedaron viendo fijamente y como si tuvieran que arrancarlos uno del otro los obligaron a separarse.

Ángel y su mamá partieron a la nueva casa, al interior del país. Todo el trayecto su madre trataba de animarlo para que su tristeza desapareciera; sin embargo, él todavía no estaba con ánimos de sonreír.

La nueva casa era muy grande. Su abuela lo recibió con mucha emoción, lo llenó de besos y abrazos. Cuando ella empezó a hablar, Ángel se dio cuenta de que ella sabía todo de él, qué le gustaba y qué no. Al verla a la cara notó el parecido tan sorprendente que tenía con su mamá y que compartían la misma sonrisa que hacía sentir bienvenido a todo el que la veía. La abuelita le ofreció un poco de helado de chocolate. De inmediato Ángel sintió ese apapacho y entendió por qué su mamá se lo ofrecía en los momentos difíciles: lo había aprendido de ella.

Un día, hubo una reunión en su nueva casa; ahí fue presentado con más personas de su familia; era un mundo de gente que él desconocía. El pequeño estaba abrumado por todas esas caras nuevas; no estaba acostumbrado a ver tanta gente junta, a convivir con un número tan alto de parientes. Su mamá lo animaba a acercarse a sus primos. Los chicos jugaban en aquel patio inmenso, corrían sin cansarse, de un lado a otro. 

Ángel, fiel a su costumbre, encontró cobijo en un rincón apartado. Pasó mucho tiempo sin hablar con nadie; parecía que en esa esquina había hallado algo de protección y se quedó ahí, esperando a que los minutos fueran terminando con el día.

Al poco rato, un hombre que lo había visto se acercó a él, puso una rodilla en el suelo para verlo frente a frente:

—¡Hola, Ángel! Soy tu tío.—

Se presentó aquel hombre alto y fuerte, de aspecto de luchador.

—¿Te gusta mucho estar solo, verdad? Tus primos te están hablando allá. Vamos, juega con nosotros, nos falta uno para completar la cascarita.—

Se quitó sus lentes de aviador para ver al chico.

Con una sonrisa su tío le extendió la mano para que se acercara a él. A Ángel le llamó la atención cómo contrastaba el negro de las cejas con las canas que dominaban su cabeza. Ese contraste le causó gracia y esbozó una sonrisa.

—Ya sé qué estás pensando —dijo el tío con una risa cómplice.— ¡Sí!, me parezco a Vicente Fernández.

Ángel no pudo aguantar la carcajada y asintió con la cabeza. Aprovechando el acercamiento lo animó una vez más:

—¡Vamos, juega con nosotros! ¡Es divertido! —le dio el balón.

Ángel nunca había pateado una pelota. Recordaba que alguna vez había visto algún partido con su papá, pero nada más. No era una actividad que él hubiera realizado. Con mucha pena aceptó, no sin antes dejar claro que él no sabía jugar. Todos se pusieron contentos porque por fin el nuevo integrante de la familia iba a participar en un juego con todos los demás.

Todavía con muchas dudas, veía cómo el balón paseaba entre muchos pares de pies. Aquel juguete saltón lo deslumbró. Cada bote de esa pelota parecía que lo acompañaba un latido de su corazón. Sentía cómo la adrenalina se apoderaba de él cada vez que veía venir el esférico. Cuando Ángel lo tocó por primera vez con su pierna izquierda, sintió una explosión en todo el cuerpo: fue como si un fuego se hubiera encendido dentro de él. Esa sensación de tener el control de algo lo conquistó. Con el esférico dominado alzó la cabeza, notó un espacio grande para poder avanzar. Aún inseguro y con la pelota pegada a la zurda empezó su carrera.

 Cada paso que daba lo llenaba de energía. Correr lo hacía sentirse libre. Ese primer recorrido le aceleró el corazón. Su emoción fue tanta que una sonrisa de oreja a oreja se apoderó de su rostro por primera vez en mucho tiempo. Aunque no llegó muy lejos y perdió el balón casi de inmediato, Ángel se enamoró del efecto que le producía el futbol.

El pequeño de se dio cuenta de que no era complicado jugar ese deporte; eso lo alentaba a pedir la pelota; cada vez que entraba en contacto con ella mejoraba sus habilidades; con cada jugada se fue ganando la admiración de su familia:

—¡Muy bien, Ángel! —se escuchaba en medio del encuentro.

—¡Eres bueno, primo! ¡qué gran pase! —no había nadie que no le brindara aliento.

Él se sentía aceptado, protegido y querido nuevamente; de pronto dejó de verse como el chico nuevo, ahora formaba parte de un equipo, de un grupo, de una familia una vez más. Sonreía, intercambia miradas y gestos con todos. Incluso tomó valor para hablar, dar algunas opiniones o simplemente para hacer una broma a uno de sus primos.

Como buena cascarita el marcador era lo de menos. Jugaban para divertirse en familia, y Ángel disfrutaba del momento, lleno de esa felicidad que tenía antes de que todo cambiara en su vida.

La tarde estaba por acabar. Los rayos de sol palidecían en el horizonte. Todos los que participaban en el juego ya se veían cansados, pero contentos. El encuentro estaba por terminar:

—¡Gol gana! —gritó el tío soltando un resoplido.

De pronto Ángel recibió un pase de su tío. Él logró controlar el balón y levantó el rostro para ver con quién podía hacer una jugada: se dio cuenta de que estaba solo. Atrás habían quedado todos los jugadores de su equipo y la mayoría de los rivales; solo quedaban entre él y la portería un defensa y el portero.

—¡Acábalo, Angelito! ¡Vámonos a comer! —se escuchó a lo lejos.

Con la sensación de poder llevarse el triunfo, adelantó el balón y emprendió el camino a la portería contraria. El único defensa que podría detenerlo iba a su encuentro, pensó que sería muy fácil parar al pequeño. No contaba con que Ángel lo dejaría acercarse, tocaría el balón con la pierna izquierda y pasaría de él por la derecha: un autopase que dejó a todos boquiabiertos.

El corazón de Ángel estaba a mil por hora. Con toda la confianza del mundo se enfiló hacia el guardavallas que salió a taparle la posibilidad de tiro. Angelito aprovechó su carrera y sobre la marcha punteó el esférico por encima del cancerbero. La pelota dibujó un arcoiris perfecto que techó al meta y lo dejó sin posibilidad de alcanzar el balón.

—¡Golazo! —gritaron todos al unísono.

Ángel no podía creer que esa jugada hubiera salido de sus pies; cuando vio que el balón hizo contacto con la red sintió una vibración que le impactó el alma. Se agarró la cabeza con un gesto sorpresa y gritó ese gol. Parecía un rugido, como si ese alarido dejara salir todas las pérdidas que tenía dentro. La sensación de felicidad era inmensa y poderosa. De inmediato todos corrieron a abrazar al pequeño, lo levantaron en hombros, lo felicitaron, lo aplaudieron y lo llenaron de mucho cariño porque era el héroe del partido.

—¡Angelito, Angelito! —se escuchaban las porras.

Ya no se trataba solo de festejar aquel gol que dio el triunfo al equipo del pequeño, todos celebraban que ese niño que antes tenía pena de hablar y de jugar se fuera transformado en alguien completamente distinto, lleno de confianza y determinación. Tanta fiesta parecía una bienvenida a la familia, al clan, a su nueva vida. 

Las ovaciones y los vítores por Ángel se podían escuchar a lo lejos. Llegaban hasta su mamá que observaba cómo su niño no dejaba de sonreír desde que empezó a jugar; esa sonrisa humedecía sus ojos y la llenaba de esperanza: supo que Ángel podía superar cualquier situación que la vida le presentara. El futbol reveló el verdadero carácter de Ángel y su madre gozaba al percibirlo como un ser con alas que gracias al balonpié no tenía ningún límite.


Comentarios

  1. ¡Sin duda una gran historia! Que me deja con un sabor agridulce, tu relato crea un vínculo de empatía hacia el personaje de Ángel que muestra como por medio del fútbol se abre la brecha de la esperanza y la posibilidad de superar el episodio triste por el que está atravesando. Tu historia me hizo pensar en todos los niñ@s que pasaron o están pasando por esa situación 🥺

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